Alfonso Cuarón roba a la telenovela y la transforma en cine, con todas sus consecuencias: para empezar, "ROMA" es una película con conciencia de clase, en donde la protagonista no aspira ni a ser rica ni a ser salvada por un príncipe azul, como es el caso del imaginario televisivo latinoamericano.
Cuenta la historia de Cleo, una cachifa* indígena que trabaja para una familia que vive el encanto liberal del México que crece. Cleo no quiere ser rica pero tampoco puede serlo. Su historia es la de la mayoría: los invisibles.
Cuenta la historia de Cleo, una cachifa* indígena que trabaja para una familia que vive el encanto liberal del México que crece. Cleo no quiere ser rica pero tampoco puede serlo. Su historia es la de la mayoría: los invisibles.
Toda la tragedia es presentada sin edulcorantes para mostrar lo que padece esa parte de la sociedad no sólo de forma conceptual sino también gráfica, sin omitir particulares, pues representan una parte fundamental; a diferencia de las telenovelas que usan la tragedia de forma anecdótica y el romance como una aventura épica y necesaria, para preparar la Gran Victoria de la protagonista, vendiendo un sueño neoliberal falso (véase Marimar y todas las demás Marías que ha interpretado Thalía, una blanca acomodada). Cleo (interpretada por la oaxaqueña de origen indígena Yalitza Aparicio) no tiene ni Príncipe Azul ni la esperanza de encontrarlo. Viaja por un DF cambiante e intranquilo, entre una ciudad próspera que ha optado por vivir en una burbuja (el barrio Roma, que titula la cinta) y otra que todavía no tiene agua potable. Cleo sufre el peso de ser una madre-no-madre de niños que crecen inevitablemente de forma superficial y sin darse cuenta del clasismo de la sociedad mexicana, que ellos mismos, indirecta o directamente, conciente o inconscientemente, alimentan. Cuarón, mexicano blanco privilegiado, se presenta con un mea culpa pero también con una película que recuerda al neorrealismo italiano sin copiarlo, con una historia llena de comedia, de política, de alegría, de idiomas entrecruzados, de realismo mágico y de movimientos de cámara de gran estetismo que no llegan al onanismo.
Se agradece que una película que quiere hablar del pueblo sea presentada en una plataforma como Netflix, a precio popular y en el mundo entero. Si por un lado está "Roma" como obra, también existe la "Roma" producto que decide entrar en todas las casas que tengan Internet, para ser una historia que todos puedan experimentar, en vez de quedarse en unos pocos festivales para burgueses o en pocas salas a precios que las Cleo no pueden permitirse. Es interesante cómo este tributo al cine (rodada en 65mm, en blanco y negro y llena de escenas que coquetean con los grandes clásicos) sea producido por un estudio que la industria ha apuntado como el culpable de todos sus males. Por parte del gigante gringo es una movida muy inteligente para sacar músculo. Desde hace unos años Netflix ha querido convertirse en la opción popular absoluta: quiere ser cine y series palomiteras, fáciles de digerir y para engancharse sin pensar mucho, pero también quiere ser cine de autor arriesgado, moderno y accesible a todos. Y eso para mí está bien. Precisamente en América Latina, entre los ochenta y los noventa, las telenovelas jugaron un papel (des)educativo para gran parte de la sociedad, gracias a la inmediatez de la televisión y la habilidad de los guionistas a moldear una sociedad a través de elementos identitarios. En esa época el liberalismo estaba en auge y Brasil, México y Venezuela eran dueños del mercado de la exportación del melodrama como también protagonistas de profundos desniveles sociales que produjeron un clasismo y racismo que aún hoy sobreviven.
Usar entonces el medio masivo para transmitir valores de humanidad, para apuntar el dedo a la desigualdad, y para ponernos en frente de un espejo, es algo para celebrar y no para boicotear.
Por parte de las salas de cine, las mismas que no fueron tan feroces a la hora de hacer frente al monopolio de la distribución que impone fechas, películas, formas, tiene unos costes excesivos, y no tiene el coraje de programar películas independientes; pues las que se atrevieron a poner "Roma" se encontraron con que una película mexicana, de contenido social, en blanco y negro, de 135 minutos, podía llenar las salas. En Italia (donde ganó León de Oro en Venecia, causando un gran escándalo entre los distribuidores y el festival), distribuida por la valiente Cineteca de Bolonia, tenía que estar en cines del 3 al 5 de diciembre, ha seguido en 26 cines por más de dos semanas, mucho más de cualquier otra película independiente que no cuenta con las reglas de la discordia de la plataforma (que imponen estrenar enseguida online). Pasó hace mucho en el mercado ilegal pero ahora empieza el cambio en la estructura legal: se acabó el tiempo en que para ver una película no hollywoodiense tenías que esperar dos años, un festival, un amigo en el extranjero o un milagro. Devolver el cine a ese acto colectivo no es una amenaza al cine. Lo son las cotufas* en bolsas y a sobreprecio, los malos proyectores de cines multiplex, los precios de las entradas lejanos de las posibilidades del sueldo mínimo, y la falta de propuestas interesantes.
Cuarón hizo una película que es denuncia social en contra del status quo mexicano (y ya provocó que muchos insultaran a la actriz protagonista cuando la vieron posar para Vanity Fair) y logró hacer hablar de ella como si fuera un Blockbuster sobre el espacio con George Clooney. Por supuesto es una película que necesita de la sala de cine para disfrutarse como debe ser pero tal como la televisión nos ayudó a ver los clásicos, Netflix puede ayudarnos a acceder al cine del presente no sólo a los cinéfilos sino a quienes sólo tienen intención de entretenerse por un rato.
Roma es una película sin arribismo ni arrogancia intelectual. No da lecciones a nadie ni se esconde en el fácil paternalismo que el tema podría deformar en las manos de un director pusilánime. Nos golpea duro en el rostro y nos hace sentir culpables de forma íntima, sobre todo a los privilegiados, los de clase media y obviamente a la clase alta; a los blancos y a los morenos que queremos serlo. Recupera valores identitarios como la lengua indígena y retrata muy bien las casas latinoamericanas de sueño americano, insatisfechas e incapaces de empatía, que tratan a sus empleados como mascotas, queriéndolos mucho, dándoles sobras y justificando esa funesta relación con pequeñas caridades herederas de una educación católica.
Giulio Vita
Se agradece que una película que quiere hablar del pueblo sea presentada en una plataforma como Netflix, a precio popular y en el mundo entero. Si por un lado está "Roma" como obra, también existe la "Roma" producto que decide entrar en todas las casas que tengan Internet, para ser una historia que todos puedan experimentar, en vez de quedarse en unos pocos festivales para burgueses o en pocas salas a precios que las Cleo no pueden permitirse. Es interesante cómo este tributo al cine (rodada en 65mm, en blanco y negro y llena de escenas que coquetean con los grandes clásicos) sea producido por un estudio que la industria ha apuntado como el culpable de todos sus males. Por parte del gigante gringo es una movida muy inteligente para sacar músculo. Desde hace unos años Netflix ha querido convertirse en la opción popular absoluta: quiere ser cine y series palomiteras, fáciles de digerir y para engancharse sin pensar mucho, pero también quiere ser cine de autor arriesgado, moderno y accesible a todos. Y eso para mí está bien. Precisamente en América Latina, entre los ochenta y los noventa, las telenovelas jugaron un papel (des)educativo para gran parte de la sociedad, gracias a la inmediatez de la televisión y la habilidad de los guionistas a moldear una sociedad a través de elementos identitarios. En esa época el liberalismo estaba en auge y Brasil, México y Venezuela eran dueños del mercado de la exportación del melodrama como también protagonistas de profundos desniveles sociales que produjeron un clasismo y racismo que aún hoy sobreviven.
Usar entonces el medio masivo para transmitir valores de humanidad, para apuntar el dedo a la desigualdad, y para ponernos en frente de un espejo, es algo para celebrar y no para boicotear.
Por parte de las salas de cine, las mismas que no fueron tan feroces a la hora de hacer frente al monopolio de la distribución que impone fechas, películas, formas, tiene unos costes excesivos, y no tiene el coraje de programar películas independientes; pues las que se atrevieron a poner "Roma" se encontraron con que una película mexicana, de contenido social, en blanco y negro, de 135 minutos, podía llenar las salas. En Italia (donde ganó León de Oro en Venecia, causando un gran escándalo entre los distribuidores y el festival), distribuida por la valiente Cineteca de Bolonia, tenía que estar en cines del 3 al 5 de diciembre, ha seguido en 26 cines por más de dos semanas, mucho más de cualquier otra película independiente que no cuenta con las reglas de la discordia de la plataforma (que imponen estrenar enseguida online). Pasó hace mucho en el mercado ilegal pero ahora empieza el cambio en la estructura legal: se acabó el tiempo en que para ver una película no hollywoodiense tenías que esperar dos años, un festival, un amigo en el extranjero o un milagro. Devolver el cine a ese acto colectivo no es una amenaza al cine. Lo son las cotufas* en bolsas y a sobreprecio, los malos proyectores de cines multiplex, los precios de las entradas lejanos de las posibilidades del sueldo mínimo, y la falta de propuestas interesantes.
Cuarón hizo una película que es denuncia social en contra del status quo mexicano (y ya provocó que muchos insultaran a la actriz protagonista cuando la vieron posar para Vanity Fair) y logró hacer hablar de ella como si fuera un Blockbuster sobre el espacio con George Clooney. Por supuesto es una película que necesita de la sala de cine para disfrutarse como debe ser pero tal como la televisión nos ayudó a ver los clásicos, Netflix puede ayudarnos a acceder al cine del presente no sólo a los cinéfilos sino a quienes sólo tienen intención de entretenerse por un rato.
Roma es una película sin arribismo ni arrogancia intelectual. No da lecciones a nadie ni se esconde en el fácil paternalismo que el tema podría deformar en las manos de un director pusilánime. Nos golpea duro en el rostro y nos hace sentir culpables de forma íntima, sobre todo a los privilegiados, los de clase media y obviamente a la clase alta; a los blancos y a los morenos que queremos serlo. Recupera valores identitarios como la lengua indígena y retrata muy bien las casas latinoamericanas de sueño americano, insatisfechas e incapaces de empatía, que tratan a sus empleados como mascotas, queriéndolos mucho, dándoles sobras y justificando esa funesta relación con pequeñas caridades herederas de una educación católica.
Giulio Vita
*Cachifa: criada en criollo
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